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A propósito de Meirieu y los educadores

Se sabe que el involucramiento de los educadores en los procesos de cambio siempre ha sido y lo es un proceso complejo y desafiante para cualquier construcción y desarrollo de política pública
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06 de noviembre de 2023 a las 05:01

La transformación de la educación como movimiento emergente a escalas globales y locales, requiere de los entrecruzamientos y contrastes de miradas, ideas y enfoques que nos permitan avanzar en agendas de cambios sustantivos y sostenibles. Esto implicaría poner en cuestión los encerramientos ideológicos y programáticos, así como estimular procesos de construcción colectiva signados por la búsqueda de la unidad en la diversidad. Resulta esencial que las instituciones y los actores partícipes de estos procesos se vean reflejados, comprendidos y respetados en sus expectativas y aspiraciones.

Se sabe que el involucramiento de los educadores en los procesos de cambio siempre ha sido y lo es un proceso complejo y desafiante para cualquier construcción y desarrollo de política pública. No se trata de quedarnos atrapados y hasta diría congelados, en los malentendidos, los reproches, los malestares y los rechazos sino en tratar de entender los universos de mentalidades, culturas y prácticas docentes. Lógicamente existen diversas maneras de aproximarse a hurgar en esos universos con el objetivo de tender puentes, fortalecer la confianza y generar empatías entre los educadores, la diversidad de actores e instituciones que conforman los sistemas educativos, la política y la sociedad. Una de las maneras posibles es adentrar en el pensamiento de referentes en educación que son respetados, escuchados, mueven el debate de ideas y generan seguidores entusiastas de sus planteamientos.

En particular, nos referimos a Philippe Meirieu, que es, entre otras cosas, un pedagogo francés internacionalmente reconocido por la hondura de su pensamiento, así como de su denodado compromiso con las causas justas y progresistas en educación. Meirieu se define en su cuenta de Twitter, con cerca de 53.000 seguidores, como un investigador y militante en pedagogía, y ecologista. Nos parece por lo demás estimulante y aleccionador que se defina como un militante que está dispuesto a discutir y hacerse cargo de ideas y propuestas sin estar aprisionado por lo políticamente correcto o confortable o predecible.

La prestigiosa editorial francesa Seuil publicó a fines de agosto pasado un ensayo de Meirieu con el título provocativo ¿Quién todavía quiere maestros? (original en francés “Qui veut encore des professeurs?”) con motivo del comienzo del año lectivo en Francia. Sin entrar en el análisis de las consideraciones que Meirieu realiza sobre el contexto nacional, entendemos que el ensayo contribuye a entender algunos de los principales dilemas existenciales y desafíos insoslayables acerca de las identidades y el quehacer de la educación y de los educadores. Mencionaremos algunos de ellos bajo el entendido que se trata de disparar discusiones que frecuentemente están opacadas por los enconos y las descalificaciones, y la ausencia de entendimientos profundos sobre asuntos candentes. 

Un primer punto medular de su planteamiento radica en que históricamente se les ha confiado a los educadores hacer crecer en humanidad a los alumnos. Esta aspiración da cuenta de la nobleza del quehacer docente, así como de su relevancia en contribuir a formar personas en valores y referencias que hacen a su dignidad e integridad, a su libertad y autonomía, y a la convivencia y construcción colectiva con las demás personas. Quizás bajo el paraguas de humanidad se incluyan unos cuantos elementos que hoy son jerarquizados como la formación y el bienestar integral del alumno como persona, la reafirmación de la ética y del humanismo como sostén de toda formación y el aprender a vivir juntos apreciando e incluyendo las diferencias y los diferentes.

Meirieu plantea provocativamente que no se tiene la certitud que la sociedad quiera hoy docentes cumpliendo el rol de guardianes, en cierta medida, de la humanidad. Lo que pone en discusión Meirieu es la pérdida de sentido e incidencia del rol del educador que lo atribuye a una constelación de factores intra y extramuros educativos. Por un lado, la propia presión de madres y padres porque sus hijos tengan las mejores oportunidades con independencia de lo que les suceda a los demás alumnos y que pueden “encandilarse” por los atractivos de escuelas eficaces que ofrecen las mejores posibilidades de desarrollo personal. No creemos que la eficacia sea una referencia para descartar o a subvalorar, sino que su intencionalidad tiene que responder al propio sentido noble e inspirador de educar. Lo que si parece suceder es un trastocamiento de los valores y las prioridades, y donde los medios de hacer las cosas razonablemente bien se transforman en fines por sí mismos. No hay que temerle a la eficacia si está bien direccionada.

Por otro lado, el educador se encuentra agobiado por una multiplicidad de protocolos, así como de prótesis tecnológicas al decir de Meirieu, que coadyuvarían a identificar las mejores estrategias y técnicas para gerenciar su clase. Al igual que en relación a la eficacia, el gerenciar fluidamente una clase puede tener un valor positivo en cuanto le permite al educador disponer de referencias e instrumentos a efectos de atender grupos heterogéneos y poder apuntalar la diversidad de los alumnos a la luz de fortalecer las oportunidades de aprendizaje de todos y todas por igual. Lo qué si no puede suceder radica en que el gerenciamiento devenga en un currículo de sofocante prescripción, de “sumisión del educador” a seguir procedimientos sin márgenes de flexibilidad y que lesionan su pensamiento autónomo y libertad pedagógica de idear y desarrollar propuestas educativas.    

Los educadores están afectados por situaciones denigrantes en lo financiero y social, que Meirieu claramente refiere, pero que, a su vez, su rol de ejecutor dócil de protocolos establecidos implicaría el renunciamiento a que una sociedad de raigambre democrática, como la francesa a que hace referencia Meirieu, construya su propio futuro asentado en la humanidad mencionada. La erosión de los valores democráticos y su desdibujamiento en las generaciones más jóvenes tendrían que hacernos reflexionar sobre el rol insoslayable que los educadores cumplen en sostener valores democráticos y republicanos. Nada de esto impide que los propios educadores tengan el soporte de normas y protocolos que les ayuden a canalizar los procesos de enseñanza, aprendizaje y evaluación. Creemos que se evidencia nuevamente el desafío de encontrar los justos balances y las necesarias complementariedades entre lo que son los fundamentos y propósitos últimos de la educación, que encarnan imaginarios societales, y el disponer de una batería de medios para su efectiva consecución. 

En segundo lugar, Meirieu define el oficio del educador como disputado. Parte de una tensión entre, por un lado, lo que hace a la singularidad de cada alumno como un todo indivisible, así como que cada clase es irreproducible, y, por otro lado, la normalización pedagógica y el logro de resultados educativos homogéneos generalmente centrados en recortar la evaluación a lo que se considera como valioso o útil. La idea de alumno o de aula o escuela normal atenta ciertamente contra la noción de educación inclusiva, preconizada por la UNESCO (2017), en el sentido que cada alumno es un ser especial que requiere de apoyos personalizados en ambientes colectivos de aprendizajes que alimenten el desarrollo de su potencial de aprendizaje. Meirieu nos hacer ver las disfuncionalidades que se generan entre el reconocimiento de la variabilidad humana y la exigencia de transformar al centro educativo en una “maquina” que procesa las diferencias de manera uniforme y que, a la vez, lograr que el alumno esté contento y logre resultados de calidad. Entendemos que la promoción del bienestar y el desarrollo del alumno son objetivos complementarios que requieren de vestidos y trajes a medidas de las expectativas y necesidades de cada uno de ellos en el marco de objetivos universales de formación para todas y todos por igual. 

Meirieu cuestiona la opción por una educación basada en evidencia. En tal sentido, Meirieu asevera que la experimentación de laboratorio de diferentes métodos pedagógicos, basados en las investigaciones de la psicología cognitiva y de las neurociencias, busca desarrollar protocolos de alcance universal que proporcionan a los educadores las herramientas que tienen que utilizar para que los alumnos aprenden a leer y contar, así como a fijar la atención, memorizar y organizarse. Meirieu nos advierte que, por ejemplo, aprendemos a leer y escribir para comunicarnos con otras personas, para abolir las distancias, para viajar en el tiempo, adentrar en las obras literarias o de otra índole y construir el pensamiento propio. No se deben olvidar o minimizar los objetivos últimos de la formación como norte de referencia de toda acción educativa. 

Nos parece saludable poner en discusión la traslación lineal de los resultados de laboratorio a las prácticas sin que exista una mediación activa del educador en su interpretación y apropiación sopesando un conjunto de circunstancias y contextos que no pueden considerarse o controlarse en una situación de experimento. Esto no quita la relevancia que pueden tener los usos de las evidencias derivadas de diversos tipos de estudios en ayudar al educador a identificar las maneras más efectivas de enseñar las alfabetizaciones fundacionales o de entender los procesos de aprendizaje de los alumnos. Por otra parte, nos parece oportuno ampliar la noción de evidencias que no solo incluya el contraste de datos derivada de investigaciones orientadas a informar las prácticas sino también la triangulación de ideas, enfoques y estrategias. La evidencia se sustenta, a su vez, en la complementariedad entre los conceptos y los datos.

En tercer lugar, Meirieu plantea las incoherencias y las tensiones entre una base universal y prescriptiva de formación para todos los alumnos, edificada sobre la matriz institucional, organizacional y pedagógica de la escuela, de larga data, y la creciente preocupación por atender la diversidad y personalizar la educación como maneras potentes de responder a las múltiples necesidades de los alumnos y sostener sus aprendizajes. Meirieu alude a la oposición entre una escuela entendida como homogénea donde la totalidad de los alumnos tienen que ser formados en un mismo programa, y los senderos singulares de alumnos crecientemente heterogéneos a lo que se suma las exigencias de madres y padres de ayudas individuales focalizadas. 

Más aun Meirieu se pregunta sobre si en el marco de la ubicuidad de las tecnologías digitales en educación, los sistemas de inteligencia artificial generativa podrán ayudar a los alumnos a regular sus aprendizajes sin el soporte de los educadores. Lo que claramente argumenta Meirieu es que cualquiera sea la tecnología que se aplique, las mismas no podrán sustituir las relaciones con el saber que se entablan entre el educador y el alumno. Meirieu menciona al filósofo francés, Paul Ricoeur, quien aseveró que lo que hacía cuando enseñaba era hablar ya que no tenía otra manera de transformar el mundo y de influir sobre las personas que a través de la palabra. Esta relación del saber y del habla involucra al alumno cuando percibe, tal cual argumenta Meirieu, que el educador revió con ellos sus propios saberes, se esforzó de buscar la palabra justa y el buen ejemplo.

Nos parece que la base universal de formación tiene que ver con el sentido colectivo de la educación, con su apreciación como un bien común de toda la sociedad, como una forma efectiva de sustanciar el derecho a la educación, con la concreción de imaginarios de sociedad justos y sostenibles, y con fortalecer a la persona y el ejercicio de la ciudadanía. Renunciar a un basamento universal implicaría dejar a la sociedad sin valores y referencias comunes y compartidas sobre derechos humanos, democracia, inclusividad y convivencia. No es solo un tema de una educación privatizada, auto regulada o a merced de quienes tienen más poder, del tipo que sea, sino fundamentalmente implicaría renunciar a la construcción colectiva como sociedad, y a aceptar, en definitiva, que la misma es solamente la agregación de individuos. 

La apreciación de las diferencias y de los diferentes, que se sustenta en el reconocimiento de la diversidad y que se sustancia en la personalización de la educación, puede cumplir un rol fundamental en ampliar y democratizar las oportunidades, los procesos y los resultados de aprendizaje. La personalización no se contrapone al universalismo, y a lo que Meirieu define como el bien común educativo, sino puede coadyuvar al logro de un basamento efectivamente común ya que puede potenciar los aprendizajes de quienes son más vulnerables por una constelación de factores. Personalizar es, en efecto, una estrategia de entender el todo indivisible que somos cada uno de los seres humanos.

Asimismo, el basamento común tiene también que ver con el rol insustituible de la escuela en la formación de ciudadanía y democracia. Como asevera Meirieu la genuina evaluación de una escuela que quiere ser verdaderamente democrática yace en darle a cada uno de los alumnos los medios necesarios para que puedan devenir mejor que ellos mismos y que efectivamente progresen desde su potencialidad más que desde la compensación y remediación de lo que se definen o rotulan como deficiencias. No es en comparación a otros pares sino apreciando y apuntalando su potencial de aprendizaje que la escuela cumple un rol democratizador en la sociedad.

El rol del educador radica precisamente en apuntalar dicho potencial en el sentido, como argumenta Meirieu, del arte de hacer y de proponer permanentemente situaciones para que los alumnos puedan aprender. Alejado pues de considerar al educador como un aplicador de protocolos e implementador del currículo, se trata de jerarquizarlo y empoderarlo como artífice de situaciones de enseñanza y de aprendizaje que valoran las dimensiones esenciales de la educación tal como arguye Meirieu. En tal sentido, se refiere a lo que considera disciplinas fundamentales que enumera – a saber, educación artística y física, la historia y las ciencias sociales, la filosofía, la biología y la literatura -. Si efectivamente no contemplamos la diversidad de áreas de aprendizaje que contribuyen a la formación integral de la persona, corremos el riesgo de una reducción de las cabezas de los alumnos y de acotar las propuestas educativas a conocimientos técnicos fácilmente identificables y reproducibles como asevera Meirieu. 

Magistralmente Meirieu posiciona la responsabilidad del educador en acoger al alumno en su singularidad y contribuyendo a ensanchar su círculo compartiendo que aparte de sus entornos más inmediatos, otros mundos existen con otras lenguas y culturas. Este ensanchamiento tiene que ver con el barrio más allá de la familia, con el país más allá de la localidad y con el planeta más allá del continente, y que, en definitiva, expresa la idea que la educación da cuenta del conjunto de miradas y desarrollos globales y locales, identidades y afiliaciones cruzadas y de atreverse a hurgar más allá de lo instantáneo, coyuntural y líquido. 

En resumidas cuentas, el talante político y pedagógico de Meirieu, de pensador, por excelencia, de la educación, nos hace ver la necesidad de ahondar en la comprensión y apuntalamiento del educador como referente y sostén de sociedades que aspiran a ser democráticas, inclusivas, solidarias, justas y unidas. Como el propio Meirieu argumenta, ser un educador implica hacer emerger cotidianamente en la clase, la posibilidad misma de la democracia. Dejar de dar una discusión amplia sobre el rol y la responsabilidad de los educadores o acotarla a que los mismos tienen que ajustarse o alinearse a los procesos de cambio, no solo es inconducente e ineficaz. Esencialmente da cuenta de la escasa confianza en las capacidades políticas y sociales, de convocar, participar y convencer sobre asuntos que largamente rebasan a los educadores, pero sin su involucramiento y apropiación de las transformaciones que puedan legítima y saludablemente plantearse, estamos condenados al fracaso, a la desilusión y al malestar, y más preocupante aún, a la erosión de los cimientos democráticos. Por cierto, necesitamos educadoras y educadores que contribuyan a la formación de ser libres y pensantes.

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